Un cuadro, según la interpretación del observador, puede simbolizar cosas muy distintas. El artista, cuando da la primera pincelada sobre una superficie en blanco, lo hace con una idea muy clara en su cabeza, tiene un significado concreto. Para él. Porque en cuanto un lienzo sale de un estudio y se expone para ser admirado por cualquiera, pierde cualquier interpretación previa. Se convierte en lo que la mente de aquel que lo tiene en frente quiera ser.
No sé lo que Charles Ephraim Burchfield tenía en la cabeza cuando pintó su primera obra en 1915. Es más, ni siquiera sé si fue su primer trabajo. Pero lo que sí tengo muy claro es lo que representa para mí todo su trabajo. No un solo óleo, sino todo lo que desarrolló hasta su muerte en 1967.
Burchfield nació el 9 de abril de 1893 en Ashtabula Harbor, una bucólica localidad costera de Ohio, Estados Unidos. En 1912 comenzó a estudiar en la Cleveland School of Art y en 1916 recibió una beca para estudiar en la National Academy of Design de Nueva York, pero sólo estuvo allí durante una lección. Al día siguiente volvió a su Ohio de origen. Su pintura tiene precisamente mucho de eso, de sus raíces. Su infancia y la naturaleza con la que creció marcaron su estilo, completamente alejado de las corrientes predominantes del momento.
Tras su paso por el ejército y varios años trabajando en Nueva York, en 1925 se instaló en Gardenville, a las afueras de Buffalo, donde residió el resto de su vida. Este hecho marcó un punto de inflexión, ya que su arte se volvió más realista, pasando a reproducir la arquitectura e industria de los alrededores. Una mirada cruda de paisajes desolados, con hojas caducas y nieve derritiéndose, pero siempre con una luz reveladora. De hecho, en torno a 1943 recuperó los colores cálidos y los paisajes llenos de naturaleza de su primera época. Un regreso, al final de sus días, a sus mejores años.
Este “retrato” de Burchfield sólo es una manera de presentaros al autor que, junto a Edward Hopper, más me ha marcado. No es en absoluto uno de los más conocidos, y es muy probable que ni siquiera hubieras oído hablar nunca de él. Sin embargo, cada una de sus obras te atrapa, con unos paisajes a medio camino entre el desasosiego y el anhelo, siempre con un hueco para la esperanza dentro de la oscuridad.
Pese a todo, también encontró, como señalaba en mi intento de resumir su biografía, un camino recrear días de verano en el campo. De esos que cualquiera que hayamos pasado nuestra infancia en un pueblo atesoramos como el más preciado de nuestros recuerdos. De rayos de sol sobre superficies labradas y de charcos después de una tormenta estival. En definitiva, me atrevería a decir que, a través de sus paisajes, Charles Burchfield recreó todas las etapas de la vida del hombre.
Empezando por unos trazos poco definidos pero muy vivos, con alegría desbordante, para pasar a los mencionados panoramas urbanos e industriales, paradigma de los años en los que el futuro deja de estar asegurado y todo puede resquebrajarse en cualquier momento, a causa del simple aleteo de una mariposa. Para acabar, como en el fin de la vida de cualquiera, con un regreso a la luz, pero en este caso espiritual.
Decía al principio que no tenía ni idea de lo que estaba pensando Charles E. Burchfield cuando empezó a dibujar con acuarela por primera vez. Pero sí sé lo que sentí yo la primera vez que tuve la fortuna de permanecer de pie frente a una de sus obras. El vacío. Ese abismo que es la existencia y que, aunque parezca imposible, puede resumirse en un rectángulo de un metro cuadrado.
Es muy posible que a nadie más que lea estas líneas y observe cualquiera de las reproducciones que he añadido le suceda algo similar. Es más, seguramente sólo verán casas grises y sin mucha gracia. Una foto de algo rutinario que podrías contemplar con el simple gesto de asomarte a la ventana. Y a quienes piensen eso no les faltará razón. Pero es precisamente esa aura oculta de lo cotidiano lo que Burchfield supo enseñarnos a la perfección. Un aura que no es sino el ser humano, y todo lo que ello representa.
Ninguno de los cuadros que me he tomado la licencia de utilizar para ilustrar este texto tiene nombre. Dejo que sea vuestra mente (y vuestro corazón) la que le ponga título.