En el momento en que escribo estas líneas, ha pasado casi un año desde ese momento exacto en que nuestra vida cambió para siempre. No me cabe duda de que recuperaremos la normalidad, que volveremos a tomarnos una caña con los amigos, que viajaremos sin preocuparnos de quien tenemos al lado y que podremos conversar, cara a cara, sin mascarillas de por medio.
Pero hay dos cosas de las que también estoy seguro. La primera es que esto no se nos olvidará, y que pondremos más empeño en disfrutar de las (muchas) cosas buenas que nos ofrece el día a día. La segunda es que este tiempo perdido no lo recuperaremos. Jamás. Habrá quien diga que lo hemos empleado en otras cosas, en adquirir nuevas habilidades… Seguramente no le falte razón, pero es innegable que nos han robado demasiadas charlas de madrugada, decenas de sobremesas que se alargan. Interminables horas sin poder abrazar a nuestros seres queridos.
La conjunción de ambas debería servir de catarsis para todos nosotros. En mí caso, creo, así ha sido. A lo largo de todos estos meses no he podido evitar, ni siquiera un día, pensar en Folgoso. En mi infancia y adolescencia abrasándome al sol del verano camino de ‘La Presa’, en el olor del Camino de Santo Cristo cuando empieza a asomar la primavera, o en el delicioso aroma a leña quemada que anuncia la llegada del otoño y el frío invierno.
Tampoco me puedo quitar de la cabeza todos los “Jesusines”, el silencio de las calles adornadas con las luces navideñas o las risas de tanta gente a la que aprecio en cualquiera de los bares del pueblo. Si me pongo a rebuscar encontraré recuerdos malos, pero mi subconsciente es más listo que yo y en esos flashes de nostalgia solo aparecen los que son los mejores momentos de mi vida.
Por todo eso que ha pasado, y por todo lo que tenemos por delante, me he propuesto saborear cada segundo bajo “La Peñona”. No conceder espacio al aburrimiento ni a la pena, solo atesorar los instantes que Folgoso nos regala. Porque ya hemos comprobado, como yo mismo estoy sufriendo en este mismo instante, que no estaban garantizados.
Esta confesión significa para mí plasmar en una hoja (o en una pantalla, dependiendo de donde lo leáis) lo que siento por el lugar más maravilloso del mundo. Pero su verdadero propósito es otro: que os haga pensar en todos esos momentos en que pudisteis visitar a vuestros amigos, a vuestros padres o, simplemente, a pasar un fin de semana en el pueblo que os vio formaros… y que dejasteis para otra ocasión por pereza u otra justificación no justificable.
Seguro que, como a mí me ha pasado, os arrepentís. La solución es fácil, ya que este bicho no va a estar entre nosotros hasta el fin de los días. En cuanto sea posible volver a Folgoso, id. Y no dejéis nunca de hacerlo.